La voz del inconsciente: en nuestra psique se dan contenidos inconscientes, y
éstos gravitan en nuestra conciencia moral. La voz del inconsciente se hace oir
como un sobreyó que es fácil confundir con la voz de la conciencia.[1] Este
sobreyó es la introyección de nuestro padre, maestro o policía, los cuales,
desde adentro, nos amenazan, censuran, castigan y premian. El sobreyó y la
conciencia son dos realidades totalmente diferentes, pero sus voces suenan
engañosamente similares. La voz del sobreyó ordena buscar ser aprobado y amado,
y advierte sobre las terribles consecuencias de la pérdida de tal aprobación y
amor. La voz de la conciencia, por el contrario, invita a amar. La confusión
puede llegar a extremos lamentables, sobre todo cuando se confunde la voz del
sobreyó con la voz de Dios y, en consecuencia, se concibe a Dios según esa voz.
Urge, pues, identificar y distinguir entre la conciencia auténtica y el
sobreyó. Les ofrezco estos criterios de discernimiento avalados por la
experiencia.
Sobreyó
– Manda actuar para ser aprobado, y atemoriza
con la desaprobación. Valemos según seamos aceptados.
– Es estático, no crece ni aprende. Repite
siempre el mismo mandato. Desconoce la adaptabilidad a las circunstancias.
– Sus mandatos son inconexos y atomizados.
– Se refiere a una autoridad a quien se debe
obediencia.
– Mira hacia atrás y procura borrar el
pa-sado o ahogar el presente con el pasado.
– Impulsa a buscar un castigo a fin de
merecer el perdón.
– No guarda proporción entre el senti-miento
de culpa y la gravedad de la falta.
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Conciencia
– Invita a amar. Juzga nuestro valor
personal según la oblación y gratitud de nuestro amor.
– Es dinámico, se desarrolla y crece en
sensibilidad a los valores. Se adapta a nuevas situaciones.
– Sus invitaciones son
coherentes entre sí y tejen una historia.
–
Se refiere a un valor o contravalor que espera una
respuesta libre.
– Mira hacia adelante e integra el pasado
con visión de futuro.
– Aconseja reparar a fin de facilitar la
reconciliación.
– Guarda proporción entre la experiencia de
culpa y el valor lesionado.
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Les cuento
cómo se me abrieron los ojos a la existencia de estos fenómenos pseudomorales.
Poco antes de terminar el bachillerato, en una tarde de otoño, hablando con un
amigo, me preguntó: ¿porqué nunca decís malas palabras? Al mismo tiempo que le
daba una explicación insulsa por su verbosidad y apariencia de autocontrol,
reviví un acontecimiento que había tenido lugar varios años antes. Estaba con
uno de mis hermanos en casa de unas tías solteras, ricas, devotas y entradas en
años. Tomábamos todos juntos el té, mi hermano y yo con cierto apuro, pues
deseábamos salir al jardín para jugar. En eso, empezó a nublarse el cielo. La
frustración y la espontaneidad de mis pocos años me hizo exclamar: ¡caray con
esas nubes! (forma corrupta de "caramba", interjección que expresa
sorpresa o enfado). Una de las tías, con su taza a medio camino de la boca,
quedó como paralizada, hasta que, clavándome su mirada, me preguntó: ¿qué has
dicho? ¡Caray! Su parálisis momentánea se convirtió en un golpe sobre la mesa al
mismo tiempo que exclamaba: ¡qué horror el vocabulario de estos niños! Casi en
seguida retumbó un trueno y, entre relámpagos, comenzó a llover. Huelga
decirles que toda esa conmoción y llanto en los cielos había sido causada por
mi inocente interjección y era el castigo que Dios me mandaba y mi querida tía
con un nuevo discurso acompañaba. ¿Porqué nunca digo malas palabras? Porque
tengo dentro una tía, revestida de rayos y truenos, que hace años me lo
prohibió...
P. Bernardo Olivera OCSO (trapense), de
su libro “Para Cristo”,
Carta
31: autoconocimiento y acogida.
[1] “Sobreyó”
es una variante creada por Bernardo, para matizar la instancia que Freud llama
“superyó”, expresión que le daría a esta instancia psíquica un “super–poder”
que haría muy difícil su integración.